Solíamos regalarnos niños muertos para medir nuestra buena suerte. A nosotros no iba a ocurrirnos. Lucía buscaba noticias en periódicos olvidados y me escondía los recortes entre las sábanas para que los encontrara al despertar.
Yo fotografiaba lápidas que mostraban algún ángel minúsculo en la cabecera. Ponía especial cuidado en enfocar las fechas que indicaban la edad del pequeño y dejaba que el resto quedara envuelto en un fundido suave.
A veces, no muchas, coincidíamos al elegir. Nos deteníamos a la vez en la misma historia y, fruto de la casualidad, como tantas parejas, nos convertíamos en padres, por fin. Dedicábamos un tiempo a recrearnos en la que hubiera sido su vida. Comprábamos biberones, sacábamos la cuna antigua del desván, nos sobresaltábamos con los lloros nocturnos. Celebrábamos, como todos, la primera sonrisa o el primer diente. Y en esos momentos extraños de lucidez fingíamos que nuestro pequeño dormía la siesta, para no acercarnos a comprobar si respiraba.
La noticia llegó una tarde, mientras preparaba la merienda de Rubén, uno de los que aún no había cumplido en nuestra casa lo que le quedaba de vida. Lucía llegó muy seria con un bastoncito de plástico en la mano. Me mostró las dos líneas del positivo mientras vaciaba el tarro de frutas en la fregadera. La miré a los ojos.
―Tú lo quieres tener―. La acusé, sobrecogido.
Yo no pensaba arriesgarme a necesitar inventarle una vida después de perderlo.
(Para Fernando Vicente -otra vez- que me regaló el principio)