Me
acerco al borde y el niño sumergido me mira desde el fondo, muy quieto. Si se pone
serio, con los ojos abiertos y fijos, no da tanto miedo, aunque no parpadee y
tenga los labios de color morado. Tiene una mata de pelo castaño que se mece ligeramente, en paz, como una población de algas finas y oscuras sobre un lecho
de coral azul. Debe de ser muy suave; por un momento casi me dan ganas de
extender la mano y dejarme caer allá abajo, despacio.
Cuando se ríe, la caravana de burbujas que salen de su boca rompe la superficie con fuerza y hace que el agua parezca hervir. Se oye un revuelo de ecos en mi cabeza,
un zumbido sordo y nítido, que me hace temblar. Imagino que soy un
calamar gigante sorprendido por la sirena de un submarino. Su sonido me
alcanza cargado de presión, de borboteos, de pequeñas explosiones que parecen
sonarme por dentro y estremecen mis tentáculos, si los tuviera.
Todo
eso se oye cuando ríe. Todo menos su risa, la que sonaba cuando estaba vivo.
Y es entonces, al recordar que no es él, cuando empiezo a chillar como un
loco y corro hasta la casa a esconderme bajo el hueco de la escalera. Y mis gritos, por fin, acallan el ruido de la sirena, pero no me doy cuenta y mamá viene a
regañarme por el escándalo. Me mira, me toca la
ropa y el pelo empapados y me abraza. Y me recuerda que mi
amigo ya no está, que ya no es. Y me lleva hasta el borde aunque yo no quiero y allí no hay nadie. Y me
promete al oído que este verano cercaremos la piscina con una valla muy alta, de madera blanca, para que no se caiga nadie y para que nunca, nunca, encuentre más niños
muertos que se ríen en silencio desde el fondo.
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Feliz año nuevo :-)