miércoles, 31 de agosto de 2011

Tormenta


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Se intuye que una tormenta es la buena, la de verdad, cuando los cimientos de la casa gimen dentro de tu estómago, cada vez más prieto.  De todos modos, alguien tiene que retirar el toldo del cenador a pesar del temporal.  La escalera se tambalea y en cuanto toco la primera viga metálica salgo disparada.  Caigo de espaldas, con fuerza, pero no siento dolor.   Apenas noto el vuelco fugaz del pánico y la ceguera que deja el fogonazo, blanca y hueca.  

Me levanto con facilidad y compruebo que lo peor ha pasado.  Ya no llueve, el suelo está seco.  Puede que haya estado inconsciente un rato.  Entro en casa y llamo a los niños, pero no se oye nada.  Nada en absoluto. 

Si me concentro, aún puedo oírlos.  O me vuelvo deprisa y percibo sus sombras en el hueco de la escalera.  También los veo alguna noche, pocas, cuando duermen profundamente.  Siempre me sonríen aunque apenas me acerco.  Si cedo al impulso, si rozo sus mejillas con los labios, despiertan gritando y vuelvo a perderlos.

Aquí no hay nadie más, ya ni llueve ni anochece.  A veces, con una punzada similar a la culpa, deseo que todo estalle de nuevo y que a alguno de mis pequeños, sólo a uno, me lo devuelva otro rayo. 


Ya estamos aquí :-)

miércoles, 3 de agosto de 2011

Para qué las piedras



No me gustan los cruceros.  Antes nada era igual.  Recuerdo que papá me llevaba a hombros al parque.  Montaba en el columpio que subía más alto y él me empujaba con fuerza.  El aire se me echaba encima y reíamos a carcajadas.  Mamá nunca podía venir con nosotros porque él quería verla en casa a su vuelta.  Ella no se reía, y ya no están juntos.  Mi padre ahora sólo me tiene a mí, a veces, cuando tengo vacaciones.

El balanceo me revuelve el estómago.  Me duermo, me despierto, me duermo un poco más.  Papá mira muy serio a través del ojo de buey hacia la noche redonda.  Ha llenado mi mochila con algo que pesa bastante.  Parecen piedras.  Me la coloca a la espalda, y me ata el cierre de la cintura, con cuidado, sin pellizcarme ni nada.

Llego en sus brazos a la cubierta inferior.  Me sienta en la barandilla con las piernas colgando por fuera, como en el columpio aquel.  Me descalza, para que no se me caigan los zapatos nuevos sobre el mar negro.  Tengo vértigo, le digo.  Me besa la cabeza y me empuja.  El mar se me echa encima.  El agua está helada.  Miro hacia arriba.  Para qué las piedras.  No sé nadar.