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Imagen tomada de internet |
Claro que no era perfecta, pero sí tan hermosa que las monjas contenían la respiración al pasar a su lado. “Parece un ángel” y nos miraban al resto con cierto escrúpulo al ordenar la fila.
Llevaba los rizos de un amarillo inmóvil, perfecto, y zapatitos de lazo como recién pulidos. Si nos colocábamos muy cerca podíamos ver el reflejo deforme de nuestras caras en el charol, nuestro rostro más negro. Daba miedo, la verdad.
Aquellas uñas rosadas, increíbles, se nos clavaban en el antebrazo cuando nadie miraba. La niña ángel sonreía serena desde el otro extremo del aula, fingiendo escribir. Siempre ella. Todas intuíamos que era culpa suya si se caía un tintero y castigaban a alguna sin comer. También la mirábamos de reojo si llovía o el papá de Fulanita caía enfermo. Por eso, por su culpa, todas la odiamos tan fuerte y tan claro que ninguna fingió apenarse cuando murió. Y además, no era un ángel, nos decíamos. Tendría que haber volado cuando la dejamos descalza y sola en el alféizar para probar.