Lo sujeta con fuerza entre las manitas. Coloca el hocico de plástico frente a su nariz, inspira hondo y murmura “por favor, dragón”.
Lentamente, lo retira de su cara y espera un instante. Le sopla suavemente al oído. No ocurre nada. Repite las palabras tratando de averiguar qué falla.
—Mírame, vamos, sólo otra vez.
Le acaricia las alas despacio y lo acuesta en el escritorio, sobre el nido que le había construido con su madre. Dos lágrimas espesas se deslizan mejilla abajo y se las limpia con la manga del pijama.
—Desde que mamá no está, ya nada vuela.