PORQUE LO DIGO YO
El sol se filtra por la persiana, que ya no cierra bien, y en mayo nos sobra el despertador. Llamo a los niños despacio, pensando que debería meterme un ratito a la cama con ellos para absorber esos restos tibios de sueño. Gana la madre práctica y pienso que –por una vez– vamos a desayunar en condiciones.
―¿Qué queréis tomar? Hoy que nos da tiempo, os hago un zumito, unas tostadas y la leche con Colacao ¿vale? ―pregunto, forzando un poco el entusiasmo para que digan que sí.
―¿Que qué quiero? Yo quiero natillas y gelatina de fresa ―mi hijo mayor me mira fijamente, sabe que me ha pillado.
―Y yo un zumo y las patatas fritas que traje del cumple ―apunta la pequeña pensando, ella sí, que se puede elegir.
―No se pueden comer chuches para desayunar.
―Las natillas son un postre, pero no son chuches ―él aún no ha retirado la mirada, frunce el ceño porque sabe que tiene razón, pero también sabe que desayunará un zumito, unas tostadas y la leche con Colacao.
Sin decir una palabra más les sirvo lo que yo había decidido y empiezan el zumo con mala cara.
―Mamá, lo que no entiendo es por qué tengo que responder cuando preguntas. ¿Por qué hoy que podíamos elegir tenemos que comernos esto?
Suspiro incómoda, pero ahora ya se está haciendo tarde y recurro a lo que me resulta más cómodo, al democrático “porque lo digo yo”.