Si los pájaros estallaban en vuelo todos
corríamos también.
Algunos chicos mayores montaban aparatos
extraños, de ruedas enormes, que lanzaban graznidos acompañando el estruendo de
las aves. Nosotros, los más pequeños,
solo corríamos sin parar, sin hacer caso de la sangre en los dedos, cada vez
más deprisa, batiendo los brazos como el resto.
Cuando había suerte, uno se desplomaba de
repente. Los demás nos parábamos a su
alrededor, mudos de respeto y envidia. Y
cuando estaba claro que ya no despertaría, lo buscábamos en el cielo con los
ojos fijos. Por fin, volvíamos despacio al
calor ciego del campamento. Otra vez
será, nos decíamos. A lo mejor nos toca,
quién sabe, tras la próxima señal.